viernes, 30 de septiembre de 2011

Se fuma

 ¿Y quién es el valiente que le dice a Olegario que apague su cigarro a la hora del vermut?

Llevo más de tres horas al volante. Veo el rótulo que indica la salida de un pueblo cuyo nombre me hace gracia. La cojo. El paisaje es llano y no se atisba ningún otro signo de civilización en varios kilómetros a la redonda. Tan solo diviso una camada de toros tras una cerca. Cruzo la mirada con uno de los morlacos y por un instante dudo si poner en práctica uno de mis certeros muletazos a campo abierto. Siempre llevo el estoque y la muleta en el maletero por lo que pueda pasar. Es mi instinto torero. Pero se queda en eso, en instinto, porque sigo mi camino.



Entro en el pueblo y después de dar un rodeo al mismo he contado en un momento una docena de bares. Están todos abiertos. Sí, es sábado y se acerca el mediodía, pero la proporción de locales por habitante no está nada mal: doce para apenas mil seiscientos vecinos. O sea, un bar por cada ciento treinta y tres. El doble de la media europea.


Entro en uno. Nada más poner el pie en el local los lugareños giran el cuello y clavan sus ojos en mí recordándome que no soy uno de ellos. A pesar de la calurosa bienvenida trato de no transmitir inseguridad y me acerco a la barra donde ya aguarda el camarero. Lleva una camiseta conmemorativa de la XXXIV edición de las carreras populares del pueblo y su semblante es el mismo que el de los taberneros de las películas del Oeste (“¿qué le pongo forastero?”). Acto seguido me dirijo a él como si llevara allí toda la vida: “una caña, amigo”.


Apoyo mi codo en la barra y mientras disfruto de la cerveza percibo algo extraño. Y no es el pincho cuyo pan debe de llevar en el mostrador el mismo tiempo que Rubalcaba en política. No. Es una densa nube de humo que envuelve todo el bar. Efectivamente la gente está fumando. Maldigo la humareda pero celebro mi puntería: primer bar al que entro y primeros insumisos descubiertos. Mi jefe se va poner muy contento.


El perímetro de la barra está ocupado por hombres mayores que no hacen otra cosa que fumar, hablar y beber. Y así se pasan toda mañana del sábado. Sus rostros morenos y sus manos desgastadas delatan que han pasado muchas jornadas trabajando de sol a sol en el campo. Así es un pueblo de Castilla.


No puede ser casualidad que en el siguiente bar que entro me encuentre con la misma escena. Otra nube de humo y ninguna queja al respecto. Todo lo contrario. Los lugareños parecen vivir ajenos a las bondades legislativas de la ministra Leire Pajín. Uno tras otro encienden sus pitillos sin preocupación alguna. “Ancha es Castilla”, pienso. Los carteles de 'prohibido fumar' son parte del decorado. Uno de ellos reposa al lado de una foto de Sara Montiel. ¿Lo habrán hecho aposta?


Es la hora del vermut y la afluencia de clientes va en aumento. Por ello me apresuro a coger una mesa en la que tomar algunas notas que sirvan para mi crónica. Mi ejercicio no debe de ser muy habitual porque cuando levanto la cabeza de mi libreta todo el mundo me mira. Rezo para que no me tomen por un espía o por uno de los seiscientos inspectores de Castilla y León que velan por el cumplimiento de la norma. De lo contrario podría salir corrido a gorrazos.


Para evitar sospechas abro con disimulo un periódico (El Pais, en este pueblo gobierna el PSOE) y comienzo a hacer un sudoku. Lo siguiente en lo que me fijo es que en este bar, cuya media de edad debe rondar los 60 años, solo hay hombres. Pajín ordenaría el cierre no por fumar sino por la falta de paridad. Intolerable.


Harto del jueguecito japonés decido pasar a la acción. Me acerco a una de las mesas en las que se juega al dominó. Intuyo que mi presencia les incomoda. Sigo a lo mío y me presento con educación. Solo uno de los jugadores responde: “Olegario, un placer”. No dice nada más. No sé porqué pero me acuerdo de Gabinete Caligari “bares qué lugares, tan gratos para conversar, no hay como el calor del amor en un bar”.


Al tiempo que juegan la partida, las dos parejas disfrutan de un vermut y de su correspondiente cigarro. Un puro en el caso de Olegario. Es un Reig del 15 de aroma suave, aunque situarse cerca de él mientras lo inspira no es muy recomendable. “Llevo fumando toda la vida dos puros al día: uno a la hora del vermut y otro con el café de después de comer”.


Comprendo que para integrarme debo fumar con ellos. Voy a la máquina y compro una cajetilla de Chesterfield ¿3,95 euros? Menudo atraco. Me congratulo de no ser fumador. Les ofrezco cigarros y me los quitan como si fueran caramelos. “Gracias, gracias”, responden -ahora sí- los otros tres.


Acabo de hacer la prueba del algodón: he abierto una cajetilla de rubio americano y de allí ha fumado todo quisque ante la complaciente mirada del dueño, que parece no estar muy preocupado por el asunto. El 'asunto' no es otra cosa que una multa de entre 601 y 100.000 euros por ser el responsable del establecimiento. Como quien no quiere la cosa le dejo caer que he leído en la prensa que su permisividad está considerada como falta grave.


Como si le hubiera contado que dos más dos son cuatro asiente con displicencia. Contraataca dándome la exclusiva por la que el Ministerio de Sanidad tendría la posibilidad de recaudar mucho dinero: en todos los bares del pueblo se fuma sin problemas. “Que paren las rotativas, menudo bombazo”, pienso.


Antes de regresar a Madrid decido quedarme a comer. Estando en Castilla estaría feo volverme sin engullir una de sus preciadas carnes. Me lanzo confiado y le pido al camarero un buen solomillo de ternera con patatas. Cuando le hinco el diente compruebo que mis insistentes preguntas y mi pinta de forastero me han pasado factura. Me ha tocado un filete espía: duro, frío y con los nervios de acero.


Abandono el lugar sin rencor y con una pregunta que me martillea sin cesar. ¿Será capaz alguno de los seiscientos inspectores de la Junta de Castilla y León de decirle a Olegario que apague su cigarro?

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