miércoles, 7 de marzo de 2012

El amor más grande



Cuentan de él que le tenía mucho respeto al mar. Haber nacido en un pueblo costero -Chiclana de la Frontera, Cádiz- le había enseñado a tomárselo en serio. Sin embargo, esto no le impidió enfrentarse al oleaje de la playa de Atacames cuando una fuerte corriente se llevaba mar adentro a los siete niños con los que estaba pasando el día en la playa.

Era domingo y, tras ir a misa, el hermano Pedro Salado había premiado a un grupo de chavales -tres de ellos bajo su custodia en la misión que la Familia Eclesial Hogar de Nazaret tiene en Quinindé- llevándolos a la playa. Las previsiones meteorológicas no eran muy favorables. A pesar de que en algunas playas ondeaba la bandera roja, en otras como la de Atacames desconocían la información del tiempo.

Al llegar a la playa, el Pacífico estaba en calma y hacía un calor propio del verano, situación que provocó que los niños se metieran en el agua. Minutos después una especie de remolino arrastró a los menores hacia adentro. Desde la orilla, el hermano Pedro y la hermana Juani -únicos adultos que acompañaban a los chicos- contemplaban la violencia de la corriente. Acto seguido, el hermano Pedro se lanzó al agua a socorrer a los siete niños que, a duras penas, resistían dando brazadas.

Uno a uno los fue sacando hasta colocarlos en la tabla de un surfero que ayudaba al religioso a evacuar a los pequeños. En mitad del rescate, uno de los niños tuvo un gesto impropio de su edad. El pequeño Zairo, que ya había pisado tierra, decidió volver al agua a sacar a una de sus hermanas -pues así se consideran los pequeños- que aún seguía en peligro. Ni siquiera las “olas bravas” -como dicen en Ecuador- arredraron al chico de ocho años. Bien que lo lamentó Pedro, que tuvo que a recogerlo de nuevo.

A pesar del cansancio, el misionero tiró de coraje y sacó a todos vivos. “Selena, la última en ser rescatada, aseguró que cuando estaba en las manos de Pedro vio cómo cerraba los ojos”, relata el padre Manuel Jiménez, misionero en Ecuador entre 2003 y 2007. El surfero arrastró el cuerpo de Pedro hasta la orilla. Entonces los siete niños y la hermana Juani rodearon al hermano. Una voz rugió entre sollozos: “Pedro, los has salvado a todos, ahora lucha tú, lucha tú”. El cuerpo estaba ya sin vida y Alberto, otro de los rescatados, preguntó: “¿y qué vamos a hacer ahora sin papi?”

Si algo tienen claro en el Hogar de Nazaret es que Pedro “fue un héroe por su vida de fidelidad y por su final”. Además el padre Manuel añade que el hermano gaditano “no hubiera podido soportar que alguno de esos siete niños hubiera fallecido”. En el Hogar de Nazaret aseguran que con su muerte ha honrado el lema de la Familia de Nazaret: “si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto”.

Desde luego, los doce años de entrega en la misión de Quinindé dejaron su impronta entre los nativos. De ello dieron buena fe cuando la comunidad ecuatoriana conoció su muerte. En un principio el cadáver del misionero debería haber sido trasladado desde Esmeraldas hasta Quito para tomar un avión que lo repatriara a España, pero los miembros de su comunidad se empeñaron en darle un último adiós en Quinindé. “Los ecuatorianos han llorado mucho su pérdida”, reconoce el padre Manuel.

El obispo de Esmeraldas, el también español Eugenio Arellano, lo recuerda como alguien comprometido que siempre estuvo ilusionado con todo lo que hacía: “Pedro murió como vivió, entregado a Dios y a los niños”. Precisamente hace poco el hermano estaba agilizando unos trámites para cerrar la incorporación de tres niños más bajo su tutela en la misión.

Pero la muerte del misionero gaditano no solo impactó en la comunidad ecuatoriana. En España, otros miembros de la orden que lo habían conocido de cerca, sabían de la madera de la que estaba hecho Pedro Salado. La madre Antonia Álvarez, del Hogar de Chiclana, se emociona al recordarle: “Era pura alegría, le encantaba tocar la guitarra a los niños, los amaba de verdad. Dentro de la desgracia estamos muy felices porque ha dado su vida por salvar a siete niños. Tenemos un santo en el cielo”.

Antes de dar su vida por los demás, Pedro se había consagrado como hermano de la Orden en Córdoba en 1990, donde juró -como laico y no como sacerdote- los votos de castidad, pobreza y obediencia. Ya en esos años algunos atisbaron en él una especial habilidad para cuidar a los niños desamparados que acudían al Hogar de Nazaret cordobés.

También le han llorado y mucho en su pueblo. El alcalde de Chiclana de la Frontera, Ernesto Marín, ha propuesto otorgarle la Medalla de Oro de la ciudad en la que le guardaron tres días de luto. Pedro será profeta en su tierra.

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