miércoles, 25 de abril de 2012

Fe a prueba de bombas



La mañana en la que los militares serbios llegaron al pequeño pueblo bosnio de Stara Rijeka, hacía algo más de tres meses que la guerra en Bosnia había comenzado. Ese día, 23 de julio de 1992, las fuerzas serbias se llevaron a ciento seis hombres católicos de la aldea, entre los que se encontraba el sacerdote Ilijo Arlovic.

Las dos semanas que siguieron a la captura fueron un infierno para el padre Ilijo y los feligreses que estaban con él. Las palizas y humillaciones a las que fueron sometidos eran el pan de cada día. “Recibí más de trescientos golpes con un bate de béisbol. Me tiraban al suelo cada noche y bailaban -literalmente- sobre mi cuerpo cantando canciones marxistas”. El resultado de las torturas: siete costillas fracturadas y varias vértebras dislocadas.

Sin embargo, el dolor físico no fue lo que más dolió al padre Ilijo Arlovic. Lo más duro fue ver cómo asesinaban a setenta y siete fieles en una parroquia sin poder evitarlo. Los serbios mataron a familias enteras -niños, mujeres, ancianos...- hasta no dejar con vida a todo aquel que se encontraba en la iglesia. “Lo más doloroso fue no morir con ellos”, recuerda. Al terminar la guerra, el sacerdote volvió a aquel lugar y se encontró con una ciudad fantasma de casas destruidas, una iglesia calcinada y un cementerio con setenta y siete tumbas.

A pesar de las heridas que dejó el conflicto, el padre Ilijo demostró que para que fructificara una reconciliación había que predicar con el ejemplo. Y vaya si lo hizo. A su parroquia acudió uno de los hombres que desveló a los serbios en qué casas vivían los católicos. Recurrió a él porque pasaba hambre y necesitaba trabajo. El sacerdote le perdonó por lo que había hecho y le dio trabajo. “Le perdoné porque soy sacerdote de Jesucristo y gracias a él perdoné a asesinos y a mis torturadores. Si no le hubiese hecho, no sería sacerdote de Jesucristo”.

Lo de perdonar también lo aprendió sor Irene. Fue cuando se convirtió en monja de clausura en el convento de los Carmelitas de Sarajevo. Antes de eso, la guerra le había sorprendido en su ciudad natal, Vukovar, una ciudad croata a escasos kilómetros de la frontera con Bosnia y Serbia. La Stalingrado croata, como se la llamó entonces, sufrió el asedio de las fuerzas yugoslavas durante ochenta y siete días entre agosto y noviembre de 1991.

En Vukovar vivían 45.000 habitantes con una mayoría de croatas católicos y cerca de un tercio de serbios ortodoxos. Los bombardeos que mantuvieron en vilo día y noche a los croatas provocaron miles de víctimas, aunque el cese de los mismos no acabó con el martirio, ya que la llegada del Ejército Popular Yugoslavo sembró verdadero terror entre los croatas. La joven Irene comprobó cómo se las gastaban los paramilitares serbios: su padre y su hermano fueron torturados en una prisión improvisada. “Sabía que estaban vivos porque oía sus gritos desde el exterior”.

Antes de que las tropas serbias abandonaran Vukovar, Irene se enteró de la peor noticia de su vida: su padre y su hermano habían sido asesinados. La joven tenía trece años y, a partir de ahí, empezó a plantearse “una serie de cuestiones sobre la vida y la muerte”. La guerra terminó y ella se hizo adulta. Pronto comprendió que no podría vivir en paz si no perdonaba a los asesinos: “empecé a plantearme la vocación”. Esta se concretó en el convento de los Carmelitas de Sarajevo, lugar en el que se convirtió en Sor Irene y en el que aprendió a perdonar.

La tarea no era sencilla, pues no olvidaba a los asesinos de su padre y de su hermano. “Yo puedo tener la voluntad de perdonar pero luego no ser capaz de ello. El perdón es un don de Dios, y Él me lo concedió. No ha sido fácil, ha sido el fruto de años de clausura y de oración en silencio”.

Incluso para los que entonces eran unos niños resulta complicado olvidar los horrores de la guerra. Es el caso de Hervoje Vranjes, quien huyó junto a su familia de la aldea bosnia de Rostovo cuando solo tenía cinco años. Escaparon a Croacia de una muerte más que probable a pesar de que sabían que lo perderían todo. Atrás dejó una infancia marcada por los bombardeos y un pueblo de campesinos en el que musulmanes, ortodoxos y católicos habían convivido sin mayores problemas.

A Hervoje Vranjes -como a los de su generación- las circunstancias le hicieron madurar más rápido de lo normal. Desde luego, a capear el temporal le ayudó la fe, de la que entonces no se ha separado. “Me hizo fuerte y lo más importante es que con ella siempre he podido vivir sin odiar”. Los peores tiempos -asegura- vinieron en la posguerra, pues aún había mucho odio acumulado.

La reacción tardía de las potencias occidentales ante un conflicto que se desarrolló a una distancia de apenas una hora en avión desde Roma, alimentó el sentimiento de desconfianza hacia Europa de toda una generación. Hervoje Vranjes reivindica “el amor de Dios” frente “al consumismo de los chicos de los países ricos cuyo ideal, en general, es la fiesta y el dinero”.

Aunque la fe le viene de familia, fue la posterior influencia de los padres franciscanos -a los que conoció tras su marcha de Rostovo- la que ha resultado decisiva en su vida. Y es que su siguiente refugio -nunca mejor dicho- fue el seminario franciscano de Sarajevo, en el que encontró -dice- el sentido de la vida y a sesenta jóvenes que habían llegado en iguales o peores circunstancias que él. Estaban unidos por el horror y, sobre todo, por la fe.

En el camino hasta convertirse en franciscano, Hervoje tuvo que deshacerse de algunas cosas que le pesaban en su conciencia, como sus malos sentimientos hacia los musulmanes. “No siempre pensé en perdonarles, ni dije que les amara. Sin embargo, desde hace unos años siento diferente: si no perdono, no puedo vivir. Eso fue Cristo, amor y perdón desde el dolor injusto de la cruz”.

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