miércoles, 18 de abril de 2012

Solo le faltó morir en la plaza


Se abrieron los portones de la Real Maestranza de Sevilla y por ella aparecieron Morante de la Puebla, José María Manzanares y Daniel Luque. Fue el pasado 8 de abril, en la corrida del Domingo de Resurrección. Al acabar el paseíllo los diestros se detuvieron ante el palco de la presidencia a presentarle sus respetos para, a continuación, unirse al minuto de silencio que guardó el público y que se rompió cuando una voz procedente de uno de los tendidos de sol gritó “¡Viva Belmonte!”.

Fue el homenaje que le rindió, cincuenta años después de su muerte, la plaza que tantas veces le vio salir a hombros por la puerta del Príncipe camino de Triana. Desde luego, no fue una tarde de gloria la que tuvo lugar en una de sus primeras actuaciones en la Maestranza. Belmonte, entonces un novillero de aspecto desgarbado, no lograba matar al segundo novillo de su lote. Colmada la paciencia del presidente, este dio el tercer aviso para que los cabestros se llevaran al animal. Belmonte, frustrado, cogió al toro por los cuernos y le gritó: “¡Mátame, asesino, mátame!”.

A decir verdad Belmonte perdió pocas veces los nervios, porque siendo un imberbe aprendió una lección que resultaría fundamental en su carrera. Sucedió en una de las noches de toreo clandestino en las dehesas de Tablada. El aprendiz de torero se quedó solo y fue alcanzado por un guardia armado: “Tú eres uno de los granujas que me roban la lancha para cruzar el río”, le dijo. Belmonte apartó de un manotazo la pistola y le contestó: “¿Y usted de qué me conoce a mí para tutearme?” Desde entonces se convenció de que en la vida -como en el toreo- lo primero es saber parar.

Bajo esa premisa y el rechazo de tópicos como “más cornás da el hambre”, Juan Belmonte fue haciéndose un hueco en el escalafón taurino. Con el primer dinero ahorrado se compró una casa en Madrid en la que pasaba largas temporadas. Allí frecuentó el Café de Fornos, lugar de reunión de artistas e intelectuales. En poco tiempo pasó de robar naranjas de las huertas sevillanas a codearse con artistas y algunos de los miembros de la Generación del 98: Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Sebastián Miranda...

Belmonte no tardó en cautivar a los intelectuales, en especial a Valle-Inclán, quien en una ocasión le dijo: “Juanito, no te falta más que morir en la plaza”. Belmonte, sin inmutarse, tiró de gracejo: “se hará lo que se pueda, don Ramón”. Célebre fue también el incidente que protagonizó el dramaturgo en un restaurante cuando rendían un homenaje al torero. En el momento que los comensales se disponían a sentarse, Valle-Inclán obligó a gritos al dueño del restaurante a colocar la mesa en un lugar acorde a la categoría del torero. “¡En el sitio de honor, badulaque!”, le reprochó.

El contacto con los intelectuales de la época avivó la afición de Belmonte por la lectura. Dicen que en la temporada 1919 -en la que batió el record de corridas, toreando en 109 ocasiones- llegó a leer noventa obras. Sus preferidos eran Stendhal y Dostoievski, aunque fue una novela de Anatole France la que le mantuvo tan enganchado que se negó a torear una tarde porque no se la había terminado.

Pero si por algo pasó a la historia Juan Belmonte, fue por transformar el viejo axioma de “o me quito yo o me quita el toro” en la máxima belmontina de “ni me quito yo ni me quita el toro, porque sé torear”. Desde luego, no le resultó una tarea fácil derribar la verdad oficial; cada vez que toreaba, los críticos de la época le decían que su rompedora manera de lidiar le llevaría pronto a la muerte. Tal cosa no sucedió a pesar de los vaticinios, incluso de alguno de sus compañeros, como Rafael Guerra Guerrita, quien también le auguraba una vida corta.

Para demostrarle al mundo taurino de la época el error en el que vivían, tuvo que vérselas nada menos que con la figura del momento: Joselito El Gallo. La rivalidad que mantuvieron entre 1913 y 1920 fue bautizada como la Edad de Oro de la tauromaquia. Una rivalidad que belmontistas y gallistas avivaron en una dualidad irreconciliable que solo cesó con la muerte de Joselito.

La exitosa temporada 1920 de Belmonte y El Gallo crispó a un sector de la afición, que pensaban que ya no se arrimaban como antaño. El 15 de mayo ambos compartían cartel en Madrid y unos aficionados se acercaron al patio de cuadrillas a increparles: “¡estafadores, ladrones!”. Belmonte, con el temple marca de la casa, se acercó a uno de ellos y le dijo al oído: “y si le robamos, ¿por qué no nos denuncia usted a la policía?” Tras la corrida los dos prometieron no volver a torear en Madrid durante un tiempo. Joselito rompió su contrato y al día siguiente toreó en Talavera de la Reina. Su decisión sería fatal, pues allí encontraría la muerte.

El trágico desenlace de su amigo y rival agudizó el carácter ciclotímico del torero de Triana, que desde entonces atravesó largos momentos de depresión que, curiosamente, no le impidieron cuajar grandes faenas llenas de sentimiento y transmisión. “Gallo me ha ganado, ha muerto en la plaza”, repetía desconsolado. Su final, muy distinto al que hubiera deseado, llegó al filo de los setenta años en su finca de Gómez Cardeña. Tras pasar una mañana acosando becerras, El Pasmo de Triana se quitó la vida de un disparo en la sien (dicen que en la cicatriz de una cornada).

Atrás quedó una carrera de leyenda. Y una predicción. En una entrevista con el periodista Chaves Nogales en los años treinta, Belmonte predijo que serían los socialistas quienes prohibirían los toros en España. Lo que nunca imaginó es que sería un andaluz y, además, taurino (Montilla), quien diera el primer paso.

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