martes, 29 de noviembre de 2011

Paracuellos y Bellas Artes



Hace setenta y cinco otoños Madrid, asediada por las tropas nacionales, era un hervidero de odios, checas y paseos a medianoche. Los milicianos -convertidos en autoridad de facto- recorrían la capital en busca de cualquier sospechoso de simpatizar con los sublevados. Ser católico o partidario de alguna de las formaciones políticas conservadoras era motivo más que suficiente para ser encarcelado o, directamente, enviado a una checa.


La checa más célebre -por su crueldad y número de ejecutados- fue la de Bellas Artes (trasladada posteriormente a un palacio de la calle de Fomento), situada en los sótanos del Círculo de Bellas Artes. Inspirada en el modelo represivo soviético, seis tribunales compuestos por treinta miembros del Frente Popular -ajenos a cualquier garantía jurídica- dictaban sentencias en unos pocos minutos. En el caso de que el detenido fuera considerado culpable, se escribía en su sentencia la palabra “libertad”. Cuando el acusado abandonaba confiado el edificio un coche le esperaba en la puerta para llevarlo a ejecutar.


Los que estaban encarcelados no corrieron mejor suerte. Entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936 la Junta de Defensa de Madrid vació las cárceles y envió a los presos -por sus ideas políticas o creencias religiosas- a Paracuellos del Jarama, donde fueron fusilados. El autor de la machada -homenajeado por Zapatero y sus otrora medios afines- no fue otro que el responsable de orden público, es decir, Santiago Carillo.


De madrugada las sacas eran conducidas en camiones hasta el arroyo del paraje de San José, donde los milicianos aguardaban para darles el tiro de gracia. Fueron ejecutados varios miles de inocentes, entre los que se encontraban cientos de menores de edad, cuya vida ni siquiera supuso un dilema moral para los celosos guardianes de la utopía comunista. Y es que, se diga lo que se diga, las ideas sí tienen consecuencias.

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