lunes, 9 de abril de 2012

Sevilla tuvo que ser




Corría el año 2001 y el olor a azahar que embriagaba las calles de Sevilla anunciaba la inminente llegada de la Semana Santa. En la Hermandad del Amor, su hermano mayor, José Álvarez, llevaba un par de semanas recibiendo en la Casa-Hermandad a los fieles para entregarles la papeleta de sitio que les daba derecho a salir en la procesión del Domingo de Ramos.

Hasta allí llegó una señora, madre de dos hijos, con la intención de retirar ambas papeletas. José Álvarez le preguntó si los niños llevarían cirio o vara. La mujer, suspiró: “Enrique cirio, pero Pepito no llevará nada”. “¿Cómo qué nada?”, replicó Álvarez. “He dicho que Pepito no llevará nada”, repitió la señora. El hermano mayor, sin entender la insistencia, le explicó que no era posible salir sin cirio o vara. Entonces, la mujer explotó: “Pepito no llevará nada porque hace siete días que se marchó al cielo y me gustaría que hiciera la estación de penitencia desde allí”.

El hermano mayor, emocionado, decidió que ese Domingo de Ramos la túnica del pequeño estuviera en el paso del Cristo del Amor.

Una historia parecida tuvo por protagonista a un niño de nueve años del colegio Claret. Conocido por su temprana devoción a la Virgen de la Encarnación de la hermandad de San Benito, el pequeño murió de leucemia el día después de la festividad de la Virgen. Una profesora del colegio llamó a Radio Sevilla solicitando a la Hermandad una túnica para amortajar al niño. La Hermandad, sintiéndolo mucho, no pudo satisfacer el deseo de la profesora pues carecían de ella.

Un rato después la propia Hermandad llamó a la emisora anunciando que una mujer, sin saber nada del asunto, había solicitado una túnica mayor de la que le había sido entregada, pues “a su hijo le quedaba pequeña la del año pasado”. De esta forma, el fervoroso niño de nueve años pudo ser amortajado con la túnica blanca de San Benito.

Otro episodio bien conocido en la tradición cofrade fue el que le ocurrió a Juan Araújo, exfutbolista del Sevilla y apodado 'el pato' por su peculiar manera de correr sobre los talones. Tras retirarse del fútbol, acudía a diario a la Basílica de San Lorenzo a pedirle al Cristo de El Gran Poder que le ayudara a sanar la enfermedad de su hijo. Tiempo después el hijo de Araújo murió y éste regresó ante la imagen del Cristo a recriminárselo: “no me has ayudado, que sepas que ya no vendré a verte más, a partir de ahora si quieres verme vas a tener que venir a mi casa”.

Unos veranos después, el cardenal de Sevilla propuso que algunas hermandades fueran de misiones a los barrios de la ciudad. Entre ellas, El Gran Poder. De pronto, una tormenta sorprendió a los miles de fieles que acompañaban al 'Señor de Sevilla' y, entre el tumulto, alguien observó un garaje del que emanaba una luz. Llamaron y una voz respondió: “¿quién va?”. Los cofrades contestaron: “el Cristo de El Gran Poder pide cobijo en tu garaje”. La puerta se abrió y el Cristo entró. El hombre, impávido ante lo que veía, cayó de rodillas llorando como un niño. Era el 'pato' Araújo.

Eran las cinco de la 'madrugá' y miles de personas se agolpaban en la calle Francos esperando la inminente aparición de la Esperanza Macarena. El redoblar de tambores de la centuria romana cesó y, por un instante, se oyó el canto de un gallo en una azotea cercana. Un segundo canto provocó un intenso murmullo entre la gente. Poco después llegó el tercer canto del gallo y un sobrecogedor silencio se apoderó de toda la calle. ¿Pensarían acaso que ese mismo día veinte siglos antes ya había sucedido lo mismo en Jerusalén?

En 1932 no eran necesarios tres cantos de gallo para negar a Cristo. Ese año la amenaza de las hordas anticlericales de reventar las procesiones, provocó que solo la Hermandad de la Estrella -desde entonces 'la valiente'- fuera la única que procesionara. Otro que no se arrugó fue Enrique, un peluquero que mostraba orgulloso en su negocio un cuadro de la Virgen de la Esperanza Macarena. Un día un cliente le exigió que quitara el cuadro si no quería “llevarse un disgusto”. “Antes que quitar a la Macarena cierro la barbería”, respondió el peluquero.

Otra de las vírgenes más veneradas en Sevilla, la Amargura, es muy conocida por estar acompañada en la paso por San Juan. Sucedió que cuando fue coronada canónicamente la imagen de la Amargura iba sola en el paso y no, como de costumbre, acompañada de San Juan. En una de las 'levantás' (momento en el que el capataz ordena a los costaleros cargar el peso del paso sobre sus hombros) el paso fue elevado -a pulso- con tanta lentitud y aplomo que uno de los devotos, emocionado, no pudo contenerse: “lo que se ha perdido San Juan”.

Pero no solo de procesiones vive el cofrade sevillano. En el besamanos de la Virgen del Carmen apareció un padre con su hijo en brazos. El hombre besó las manos de la Virgen y, tras unos momentos en los que parecía meditar, tomó de su hijo un anillo que, después de besar, le colocó en el dedo al Niño Jesús. “Ella salvó a mi hijito y que su anillo sea para su hijo Jesús!”, reconoció para asombro de los los fieles que presenciaron la escena.

En otra cola, esta vez la del besapiés de la Capilla del Cachorro, un joven miembro de la Hermandad permanecía al lado del Cristo con la misión de limpiar con un pañuelo los pies del Señor tras los besos de los fieles. Se formó una larga cola y las tres primeras personas -familiares del joven- que pasaron ante la imagen del Cachorro besaron al chico tras hacer lo propio con el Cristo. Nada extraño si no fuera porque las siguientes quince mujeres que aguardaban en la cola también besaron al joven creyendo que era parte del protocolo.

Eso, el protocolo, es lo que se saltó un nazareno ante Alfonso XIII. En una visita en Semana Santa, el Rey presidía el palco de la plaza de San Francisco en plena Carrera Oficial. Al paso de las cofradías, la presidencia de la Hermandad y el cuerpo de acólitos debían inclinarse levemente ante el soberano. El responsable de portar la manguilla no podía inclinarse por miedo a que ésta se le cayera, así que la sujetó con la mano izquierda mientras que con la derecha saludó -doblando varias veces los dedos- a Alfonso XIII. El Rey devolvió el saludo entre risas.

No es la única historia en la que aparece la Familia Real. Siendo alcalde de la ciudad Antonio Hermosilla, los entonces príncipes Don Juan Carlos y Doña Sofía recorrían el barrio de Santa Cruz. Al llegar a la plaza de Doña Elvira, el alcalde, haciendo las veces de cicerone, les señaló su casa y les dijo: “aquí vive el pregonero”. “¿Y quién es ese?”, preguntó Doña Sofía. “Pues hoy, en Sevilla, salvado la personalidad de sus altezas reales, la persona más importante de la ciudad”.

Pero si de importancia se trata, nadie como el Papa. Cuando el cardenal Ribieri -nuncio de Pablo VI en España- asistió a los actos preparativos de la coronación de la Macarena, los hermanos le propusieron que gestionara una visita del Papa a Sevilla para la coronación. Los hermanos más antiguos de la hermandad aún recuerdan la genial respuesta de Ribieri: “no es posible puesto que los romanos se opondrían. Temerían el que, una vez en Sevilla, el Papa no quisiera regresar más a Roma”.

Un año, durante la llegada de la Hermandad de la Borriquita -muy popular por ser la de los niños- a la plaza de San Francisco, uno de los diputados de tramo ordenó a los nazarenos “pegarse” (en el argot cofrade quiere decir “juntarse”). Poco después el Hermano Mayor, que pasaba por allí, vio que dos niños se peleaban a varazos. Se acercó a ellos y les dijo “¿qué estáis haciendo?” Uno de los pequeños le respondió “usted a mí no me diga nada, que hace un momento ha venido un señor con antifaz y túnica negra y nos ha dicho que nos pegáramos”.

Otra escena simpática fue la que protagonizó un abogado que defendió a una conocida saetera. La señora, agradecida por haber sido absuelta de todos los cargos, le preguntó al abogado cuánto le debía por la defensa. Manolo, reconocido cofrade, contestó: “con una saeta en la plaza del Museo a mi Cristo me considero pagado”.
 
En la Semana Santa de 1916 el torero Joselito “el Gallo” acompañó al paso de la Virgen de la Esperanza Macarena durante todo el recorrido. En el interior de la Catedral, el torero sevillano le preguntó al mayordomo de la cofradía cuánto costaría comprar un varal de oro para el paso de la virgen. “Mucho, mucho dinero, José”, le dijo. “Pues como ella me dé vida lo va a tener”. Joselito moriría corneado cuatro años después y la Esperanza Macarena se quedaría sin su varal de oro.

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